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Corría el año de 1971 cuando mi padre, Álvaro Prieto, anunció a la familia la visita ese fin de semana a Buenaventura, para conocer el mar y darle la bienvenida a nuestra prima María Teresa Hurtado, quien llegaba en barco proveniente de Italia, donde terminó estudios de ceramista.

En nuestro jeep Land Rover 62 todo terreno, emprendimos ese largo e incómodo viaje por la Carretera al Mar de entonces, que de a poco entre túneles y curvas, nos fue revelando el misterio de la exuberancia del paisaje del Pacífico colombiano.

El arribo a Buenaventura. Al llegar a nuestro destino sentimos el primer golpe de calor húmedo y el bullicio propio de la Isla Cascajal donde se ubican el centro mismo de la Capital del Pacífico colombiano y el principal puerto marítimo del país. Ahí mismo, frente a la bahía de la Buena Ventura como fue bautizada por el licenciado Pascual de Andagoya por “lo tranquilo de sus aguas y lo abrigado del recodo”, se levanta imponente una blanca edificación desde la década del veinte del siglo pasado, el Hotel Estación, construido por la Compañía del Ferrocarril del Pacífico, y donde tuvimos el privilegio de alojarnos.

El Hotel Estación de Buenaventura, inaugurado en 1925.

El Estación, el hotel más bello de Colombia. No más salió el sol, nos preparamos para la primera excursión del día, explorar de arriba abajo, ese que fue llamado el más bello de Colombia por su estilo neoclásico, en ese entonces un poco derruido, pero guardián de época pasadas, de aquellas galas consulares a lo ´gran gatsby´ y fiestas con las mejores orquestas internacionales en sus salones. Pero también, de la memoria de aquellos aventureros que alojó en su última noche antes de abordar, con ilusión o gran tristeza, un barco rumbo a Europa tras un amor o los sueños de una carrera, y de aquellos inmigrantes y refugiados que albergó su primera noche en suelo americano, luego de cruzar el Atlántico para buscar una nueva patria y hacerse un nuevo destino.

La visita al muelle. Nuestra segunda excursión de ese emocionante día, con padres, hermanos y tíos, fue la llegada al muelle, entre un camino atestado del bullicio bonaverense y de familiares de otros pasajeros, que esperaban con ansia el desembarco de los suyos y la posibilidad de subir a bordo del Donizetti, uno de los barcos bautizados con nombres de grandes músicos, de la segunda generación de la flota Italian Line, con el Verdi  y el Rossini, que surcaban los mares desde los años 60 como embajadores marítimos de Italia, transportando a módicos precios y en condiciones bastantes confortables a pasajeros –muchos de ellos españoles exiliados rumbo a Venezuela y ya cada vez menos inmigrantes italianos para Sur América-, y promoviendo la cultura del viejo continente, en su ruta Génova, Nápoles, Cannes Barcelona, Tenerife, La Guaira, Cartagena, Cristóbal, Buenaventura, Manta, Guayaquil, Callao, Arica, Antofagasta y Valparaíso, con la bandera italiana pintada en rojo sobre la chimenea, la proa en blanco y la línea verde sobre las aguas.

El Donizetti. Poco a poco, por la escalerilla, desembarcaron en fila los baúles y las maletas, junto con aquellos viajeros que se quedaban en este puerto, entre ellos divisamos a María Te, la prima que partió de Nápoles y navegó en una travesía durante 19 días a bordo del Donizetti, junto con otros 600 pasajeros, en un servicio que ahora conocemos como los cruceros turísticos o las máquinas de la diversión. La vimos descender cual modelo en la pasarela de Milán, con gafas y pava para fundirse en el abrazo de su familia colombiana.

Siguió para todos nosotros la visita al barco sin mayores controles de seguridad y con el derecho a recorrer la cubierta, y acceder al ´in bond´ a comprar unos cuantos artículos ´made in Italy´ a la tripulación. Para todos fue una experiencia inolvidable, casi comparable a sumergirnos por primera vez en las aguas del Océano Pacífico.

El fin de la era dorada. Para ese momento no sabíamos que éramos testigos del final de una era, faltaban alrededor de tres años para que ante la ofensiva de los vuelos comerciales y el alto costo de los combustibles, se suspendieran los viajes transatlánticos de pasajeros de la Italian Line partiendo de puertos italianos hacia el continente americano. Aquella misma flota que entre cada una de las dos guerras mundiales del siglo XX y hasta mediados de los setenta, operó para satisfacer la demanda de pasajes de las grandes oleadas de inmigrantes italianos y de otras tantas partes de Europa, rumbo a ´La América´. Muchos de ellos se quedaron en el Valle del Cauca.

Página del diario El País de Cali, diciembre 1957

La nostalgia. Al final del día solo quedan los avisos de prensa de esa época dorada como aquel de diciembre de 1957 en el diario El País de Cali, cuando la firma italiana de Carlos Pagnamenta con oficinas en Cali y Buenaventura, promociona las rutas Buenaventura – Chile – Europa para febrero de 1958, en el Antoniotto Usodimare, el Marco Polo y el Amerigo Vespucci; las postales antiguas como último rastro frágil de aquellos colosos de vapor que surcaron los mares para tender un puente entre el viejo y el nuevo continente, como el Donizetti y el Verdi, que se venden a E 3.5 euros en mercado Libre y las fotos del álbum de los Prieto Bernardi en su viejo Land Rover que los transportó hasta el Océano Pacífico.

La travesía de María Teresa Hurtado:

¨Leyendo con tu escrito y relatos de los viajes y travesías de estos grandes transatlánticos de la compañía Italian Line. Mi tiquete lo compré en la empresa Navemar en Roma, que tenía sucursales en toda Latinoamérica. Fue un noviembre de 1971 y puedo dar fe de mis anécdotas, sobre todo siendo una de las protagonistas con los 19 días que duró mi viaje. Gracias por mostrarme como casi una estrella, se pudieran escribir páginas y páginas. Incluyendo alegrías, tristezas y las buenas amistades que hice en este largo viaje.

Eramos casi todos muy jóvenes quienes regresábamos a nuestros países de origen, fuimos testigos de la gran masa de migrantes que venían al sueño dorado de Latinoamérica, especialmente a Venezuela.
Nuestra nave Donizetti era como el arca de Noe, en Barcelona embarcaron cualquier cantidad de perritos y gaticos, casi todos se bajaron en el puerto de la Guayra con sus respectivos amos.
Luego del puerto de Nápoles pasamos por los puertos de Génova, Cannes y Gibraltar, para luego entrar al mar abierto, solo veíamos lo azul que era con un horizonte muy lejano. Finalmente divisamos tierra firme y era la isla bonita de Curazao, bellísima costa de gente amable y alegre, con grandes comercios, detonantes joyerías y su cautivante arquitectura de estilo holandés, para luego seguir de noche en los puertos de rutina, la Guayra, Cartagena, Colón, Buenaventura y de ahí, su recorrido hacia otros puertos del sur del continente.


De las lindas personas que venían conmigo, el caleño danés Rasmussen Lloreda y su esposa española Mercedes Sebastián que venían en su luna de miel; jóvenes fotógrafos profesionales que ya en Cali los vería varias veces cubriendo algunos eventos; luego una linda matrona de Bilbao, madre del dueño de la tradicional panadería Granada con quien nos encontrábamos en la proa para echarnos una conversa.
Otra anécdota que me extrañó fue que mi compañera chilena de cabina que venía de Inglaterra lloraba constantemente, nunca supo lo que fue el aire de mar, escribiendo un diario para su novio de Persia que dejó en Londres sin saber cuándo se volverían a ver.

Otra de tantas anécdotas, con los jóvenes de Chile que llegaron a sus respectivas ciudades nos intercambiamos muchas cartas para luego saber que el régimen del momento los escondió para nunca más saber de ellos.
Otro caleño amigo de infancia del barrio el Peñón, Guillermo Hernandez Castaño, venía de Barcelona, para luego perderse en Cali, y luego yo, que fui muy feliz al ver mi familia, mamá, hermano, sobrinos, tíos, primos y amigos que vinieron hasta el puerto a darme la bienvenida, fue muy emocionante, subieron a conocer un barco de esa magnitud y comprar en el Duty free. Una linda historia que no se volvió a repetir «María Teresa con 4 baúles y 8 maletas» .